Cuando recobró la lucidez se dio cuenta de su patetismo. Ahora al oír de fondo "¡está de frenopático! ¡está de frenopático!" cada vez que alguien le escuchaba sollozar en la soledad de su habitación, su orgullo se desgarraba. Se daba asco, se detestaba: se odiaba porque no podía reprochar tales afirmaciones, ya que Alonso Quijano únicamente recogía lo que siendo el Caballero de la triste figura había cultivado. Don Quijote era un bufón, una caricatura grotesca de su propio yo, cierto; pero con el peso de la cual debía cargar. De hecho, fue el denigrante ejercicio de asumir el ridículo al que se había expuesto ante la sociedad lo que le mató. La vergüenza que sintió al pensar friamente en su comportamiento durante los últimos siete meses -todas las acciones estúpidas y las tonterías que había llegado a decir (e incluso a escribir)- le causó tal dolor que la sístole no volvió a dar paso a la diástole. Esto sucedió en el momento exacto en que cayó en la cuenta de que gente por la que sentía especial predilección le había conocido únicamente como el de la triste figura. Como un loco quejumbroso siempre apenado por gestas fallidas. Le horrorizó el comprender que quizá el estigma de Quijote le acompañaría siempre a ojos de los demás... El simple hecho de formularse la pregunta de qué conclusiones habría sacado de su persona Sancho Panza y las molestias que le había causado fue la estacada definitiva.
Al fin y al cabo, quién quiere a un perturbado. Él - su yo "cuerdo"- era el primero que despreciaba a los autocompasivos mediáticos cómo en el que paradójicamente se convirtió.
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