Crees que ya lo dominas, que vuelves a ganar -hoy toca estar en lo más alto- te dices ante el espejo mientras te pintas los labios. Te reconforta volver al ritual de enmascararte bajo la raya del eye- liner negro, rimel y labios escarlatas. Tras la última pincelada te contemplas un instante -no, no puedo- . Cierras los ojos, tomas aire, te das otra capa de pinta labios y fuera.
Tus pulmones se inundan de aire fresco, empiezas a notar el sol en la piel y tu pelo ondea al ritmo de tus pasos: sonríes. Te sientes curada, como si con cada segundo fueses recuperando un pedacito de vigor. Entonces, sin más, empiezas a sentir ese cosquilleo en el iris que preludia lagrimas inminentes. -¡Basta!¡Estoy bien! -repites en tu cabecita creyendo en el poder de la mente (ilusa). Pero es que estás harta. No, no quieres derramar ni una sóla gota más sin un motivo, sin un nombre. No lloras por nadie ni por nada. ¿Qué sentido tiene llorar sin saber porqué? No hay sensación más estúpida.
Finalmente pierdes, tu cara se llena de manchas negras. Con las lágrimas vuelve ese cansancio agotador. Las piernas te flaquean y empiezas a marearte.
Derrotada vuelves a la cama.
Quizás sea hora de comprar rimel water proof.
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