“¡GUISH! ¡TUUCH! ¡XIIK’!... ¡PELANÁ!”
O lo que es lo mismo: pipí, ombligo, axila e algo similar a hijo de puta. Las cuatro únicas palabras que recuerdo en maya. Retahíla de patio de escuela absurda a la que acude mi paladar a modo de conjuro protector. ¿Era posible? Quiero decir, claro que alguna vez llegué a fantasear con un encuentro así. Es más, incluso dudé seriamente de lo factible de esa probabilidad... pero no ahora y mucho menos aquí.
Allá era posible. Allá es donde la frontera entre la historia y la leyenda no se marca —no se quiere o quizá no la hay—. Allá, tu maestra de 2º grado dedica una hora diaria a explicarte el entramado de fábulas prehispánicas que urden las supersticiones del Mayab, con la misma convicción que la llegada de Colón. Allá, no hay barrio ni esquina sin una leyenda que lo apostille. Allá te sabes parte de un legado que nunca se fue, de unas creencias que unidas a la fe ferviente dan lugar a ese clima mestizo que tanto gusta en National Geographic. Allá, no pierdes objetos, “te los robó un Alux”.
Cierto, fui niña fantasiosa en ciudad colonial blindada por selva tropical escondite de pirámides. Sí, me crié rodeada de superstición y demás “superchería”. Por supuesto, escuché testimonios de personas ilustradas que tan atónitos como sus receptores relataban experiencias con ellos... Pasé noches de verdadero pánico al quedarme sola en casa por si alguno aparecía.... porque si eso sucedía.... si no eran sólo ruidos...
Ahora. Aquí. Sucede.
Sus ojillos negros y brillantes me penetran desde la gruta que forma el amasijo de ropa en el suelo de mi habitación. “¡GUISH! ¡TUUCH! ¡XIIK’!...¡PELANÁ!” “¡GUISH! ¡TUUCH! ¡XIIK’! ¡PELANÁ!” . Ríe, el pequeño Alux se descojona a lo grande. “¡GUISH! ¡TUUCH! ¡XIIK’! ¡PELANÁ!” Los destellos que salen de la oscuridad van arriba y abajo frenéticos. Todo es carcajada estruendosa. “Guuii...ssh...” ¿Estoy agazapada en el extremo de mi cama en medio de la oscuridad gritando pipí, ombligo, axila, hijo de puta a un duende maya que habita en mi desorden? La risotada nerviosa en la que reviento supera a la de mi compadrito. Es oficial, tanta fusión cultural, tanta imaginación, tanta melancolía, tanto alcohol... tantos tantos lo han conseguido: estoy tarada.
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